El olor del polvo desprendido al pasar el tractor, dejando una estela de color marrón. Como los aviones, que siempre dejan un rastro tras de sí de humo blanco.
Era una de las imágenes más típicas que tenia de mi lugar de origen. Al igual que cuando tenía que ir con mi abuelo a la tierra y hacíamos los paquetes de paja; él estaba arriba del remolque mientras yo le pasaba las pacas desde abajo. Era bonita la relación intergeneracional que se creaba a partir de ese vínculo que suele unir a los abuelos y los nietos.
Los abuelos les enseñan todo lo que ellos saben para poder preservar su conocimiento; como ya hicieron en su momento con sus hijos. Pero esta vez ya no tienen que educarlos; al contrario: ahora ellos sirven para dar caprichos.
Aquel lugar del que tantos recuerdos tengo, toda mi infancia corriendo libre sin limites por las heras; las tardes con largos paseos en bicicletas; bicicletas heredadas de hermanos y primos mayores, con cesta y sin ningún tipo de avance técnico. No había más marcha que la que daban tus pies. Y eso sí: un simpático timbre para avisar a la entrada del pueblo de que venia un alubión de muchachos con sus bicis; como el séptimo de caballería cuando entraba en escena en aquellas amarillentas películas de vaqueros que tanto les gustaba a nuestros padres ver por las tardes y con las que al segundo disparo se habían están ya dormidos en el sillón orejero. Despertando tan sólo al final de la película, explicándote con detalle cómo es la escena y lo emocionante que es.
La adolescencia en un pueblo es muy distinta: todo se hace con mucha más libertad. Además, el amor esta como asignado; sois son muy pocos los jóvenes que hay en el pueblo y cada vez menos.
Un primer beso sentado en las orillas del pantano que hay cerca del pueblo, miradas que se buscan unas a otras cuando os cruzáis por la calles y que dan mucha más emoción a tu vida.
Pero llega un día que tus padres deciden que es mejor ir a la ciudad a vivir; y Todo se desvanece. El aire puro y limpio se cambia por aire viciado y carboxilado de los coches de la capital. Las calles abiertas con edificios bajos y pintorescos se transforman en altos bloques de ladrillo sucio; ladrillo rojo, que cada vez va cogiendo un color más oscuro.
Al final todo es cambio; constantemente cambio. Una vez que ya estabas acostumbrado a la capital surge un nuevo traslado. La universidad. Ahora vas de una ciudad pequeña o mediana como era la tuya a la capital del estado.
Los altos edificios se seguían manteniendo nada mas que ahora el mar de ladrillo rojo era mas amplio pero solo en la periferia; porque en lo se refería al centro de la ciudad todo eran bonitos edificios altos, con lustre, esbeltos. Algunos emanaban un aire señorial del siglo XIX; mientras que otros claramente eran una muestra del progreso, grandes cristaleras, hormigón y acero.
Entras en mundo nuevo totalmente solo; los primeros días que caminas por esas calles parece que este jugando a ese juego en el que se compran calles y se hacen hoteles.
Todos los nombres de las avenidas y calles te suenan; e incluso las has visto en ocasiones en el cine.
Al igual que la diversidad de la gente; no puedes remediar el quedarte mirando a la gente, o darte la vuelta cuando alguien te sorprende. Como los mendigos tirados por las esquinas, y que nadie les hace caso, ni siquiera los miran. Son restos de la sociedad porque deberían de mirarlos; pensara la gente.
Vas por la calle y el bullicio y el ruido es palpable; ambulancias, policía y bomberos. Con sus sirenas puestas a todas horas. Actuaciones callejeras; músicos del altiplano, un trío de jazz o un cuarteto de cuerda tocando al mismísimo Mozart cerca del teatro de la opera.
Pero resulta que no estas tan solo como parece o por lo menos no eres el único; al llegar a tu residencia allí te esperan otros cien o ciento cincuenta estudiantes igual que tu. Asustados por el cambio ese amigo que siempre estará detrás de ti; porque la vida seria muy aburrida si siempre fuera igual.
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